A veces nos cuesta relacionar el concepto de depresión con la infancia o adolescencia. La persona sumergida en la tristeza, en la apatía, llorosa, etc. nos viene ligada a la imagen de un adulto, y nos cuesta imaginar que un niño puede sufrir síntomas similares.

Durante mucho tiempo se ha cuestionado que los síntomas caracerísticos de la depresión pudieran ser experimentados por los niños. Costaba entender que pudieran tener sentimientos de tristeza, desesperanza o incapacidad en una etapa de la vida que habitualmente asociamos al bienestar y al disfrute.

A día de hoy sabemos que los niños sí experimentan síntomas depresivos, y que éstos se pueden manifestar incluso a edades muy tempranas. Según la Organización Mundial de la Salud, el porcentaje de incidencia es similar al de los adultos, se estima que un 3% de la población infantil.

¿Y por qué es entonces que nos cuesta tanto ubicarlo en nuestro imaginario? Pues bien, a pesar de que algunos de los síntomas que conocemos son compartidos con los adultos, hay otros que nos pasan desapercibidos porque son típicamente característicos de la infancia. Ésto hace que nos confundamos a menudo y que los estados depresivos de niños y adolescentes queden enmascarados.

Un adulto con síntomas depresivos se sentirá triste y desesperanzado, le costará mantener la actividad diaria habitual, no tendrá ganas de salir de casa o de quedar con gente. Probablemente su apetito y su ritmo de sueño se vea afectado, y perderá la capacidad de disfrute en la vida de manera generalizada. Hasta aquí ninguna sorpresa, ¿no?

Un niño o una niña con síntomas depresivos puede fingir estar enfermo, negarse a ir a la escuela, aferrarse a uno de los padres, o preocuparse de que uno de sus padres pueda morir. En niños un poco mayores se puede observar que están de mal humor, pueden tener más conflictos en la escuela,  tener una actitud más negativa y mostrar mucha más  irritabilidad.

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En la adolescencia se hace más patente la irritabilidad, y a menudo coexiste con síntomas ansiosos, comportamientos poco habituales, trastornos alimentarios, o abuso de sustancias. También puede conducir a un aumento en el riesgo de suicidio.

Como estas señales pueden percibirse como cambios de ánimo normales típicos de los niños mientras avanzan por las etapas del desarrollo, puede ser difícil diagnosticar con exactitud que una persona joven padece depresión.

Es importante que, como padres, observemos a nuestros hijos, que nos comuniquemos con ellos. En el caso de apreciar que quizás llevan una época más bajos de estado de ánimo, más irritables, que los resultados académicos han bajado de repente, que encuentran mil y una excusas para evitar ir al colegio, vale la pena dedicarles un tiempo para hablar.

En caso de que la situación se mantenga, es importante proporcionarles el apoyo y acompañamiento psicoterapéutico que puedan necesitar en ese momento. La psicoterapia les proporciona un espacio neutro donde poder comunicar las preocupaciones y malestares que puedan estar sufriendo, y donde puedan encontrar nuevas herramientas para volver a un estado de mayor bienestar.

Si observas en tu hijo/a cambios de este tipo, no dudes en consultar con un/a psicólogo/a infanto-juvenil, que os ayudará a identificar un conflicto de este tipo y orientaros para empezar a buscar una solución.

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